POR: Iván Carlos Arandia Ledezma
Atónito miré a mi nena de año y meses presionar, con la prestancia de quien sabe bien lo que hace, el botón de encendido del celular de su madre e intentar navegar en él con una intuición impresionante. Sentí orgullo, claro, pero mi inicial fascinación se transformó rápidamente en terror ante la sola idea de ver a mi pequeña perdida en ese inconmensurable océano de bits, repleto, como todos sabemos, de belleza y fealdad, bondad y maldad, en dosis más o menos iguales, tal y como el mundo finalmente es. Sólo atiné a arrebatarle, no sin llantos y berrinches, el demoníaco dispositivo.
Dudo que haya padre en el mundo que no haya pasado alguna vez por esta experiencia, despotricando, entre horrorizado e iracundo, contra la globalización y reclamando, impotente, duras medidas contra el amenazador predominio de esa gelatinosa sociedad en red que crece sin control y desgrana, pedazo a pedazo, el mundo tal y como hasta hoy es por nosotros conocido, sin entender que por mucho que uno gruña, se aplique el "cilicio" o se beba la cicuta, esto es así y será cada vez más intenso, como la vida misma, y es poco lo que efectivamente puede y debe el Estado hacer para evitar que este holográfico universo se potencie e invada nuestras vidas, unas veces para mejorarlas y otras para hacer de ellas un infierno. Asumámoslo, hace ya mucho que rebasamos el punto de no retorno y cualquier intento de regulación de estas fantasmales dimensiones paralelas –y permítaseme enfatizar en ello– sólo degenerará en oscuros mecanismos autoritarios, eficaces para coartar libertades pero no para lograr su finalidad inicial.
Y más leña al fuego, los más chicos parecen haber nacido ya con un gen especial para la tecnología, probablemente porque tuvieron con ella tempranísimos contactos, quizás desde el mismísimo vientre materno, para luego ser acunados entre smartphones y pantallas LED, y "educados" con enormes motores de búsqueda en línea y herramientas de Big Data.
Los millennials son en realidad hijos de la red y buscarán siempre ir a por más, sorteando de formas inimaginadas cuanta limitación de acceso y/o uso tecnológico se les pretenda imponer.
Hilvanados los retazos, vemos que no se trata sólo de un quiebre generacional, sino de un verdadero cambio de ciclo de efecto global y matiz deconstructivo, una fase de transición que por su capacidad disruptiva se asemeja al Renacentismo, cuya intensidad tiene postrados a gobiernos y sociedades en un notorio estado de desconcierto, unas veces letárgico y otras eufórico, una suerte de infantilismo social –ojalá efímero– que puede llevarnos, en el mejor de casos, hacia escenarios de estilo blade runner (futuro hiper-tecnológico de infelicidad más o menos controlada) y, en el peor, a estadios cercanos a Mad Max (ruina tecnológica y decadencia civilizatoria).
¿Qué hacer? Una perogrullada, educar a los nenes para sobrevivir en esta gran jungla de códigos binarios, desarrollar en ellos capacidades para dominar a la bestia antes que huir de ella, pues está claro que escapar o esconderse es imposible. Que más allá de nuestras arcaicas visiones de mundo, los deseos y luchas de nuestra generación, ellos, nuestros pequeños, están destinados a vivir e intentar ser felices en su terreno, un mundo que para nosotros, los viejos, resulta a ratos desconcertante e ininteligible. Sólo nos queda, pese a nuestras grandes limitaciones, procurarles tips para separar la paja del trigo, distinguir lo malo de lo bueno y ejercer su derecho a la felicidad de la mejor manera posible, siendo para ello imprescindible retomar los estudios en humanidades y filosofía, disciplinas que nos sirven para reflexionar críticamente y tomar decisiones en situaciones de alta complejidad, cultivando la lógica y el sentido común como herramientas efectivas, quizás las únicas, para entender a cabalidad los enrevesados códigos que sustentan el mundo de hoy.
Re-humanizar al humano para evitar su dilución en el infinito de la inteligencia artificial, de eso se trata.
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